martes, 21 de octubre de 2008

Rayuela

Libro eternamente postergado, primero porque era chica para entender algunas cosas, después porque no tenía tiempo.
La cabeza la tengo resaturada pasando y traduciendo discursos de Bush, así que para evitar un daño mayor a mi cerebro, di una repasada a mi biblioteca y lo agarré para cuando me aburro.
Acá pego dos capítulos que me gustaron muchísimo, esperando que se tienten a conseguir una copia y sigan la historia.

144

Los perfumes, los himnos órficos, las algalias en primera y en segunda
acepción... Aquí olés a sardónica. Aquí a crisoprasio. Aquí, esperá un poco,
aquí es como perejil pero apenas, un pedacito perdido en una piel de gamuza.
Aquí empezás a oler a vos misma. Qué raro, verdad, que una mujer no pueda
olerse como la huele el hombre. Aquí exactamente. No te muevas, dejame. Olés
a jalea real, a miel en un pote de tabaco, a algas aunque sea tópico decirlo.
Hay tantas algas, la Maga olía a algas frescas, arrancadas al último vaivén
del mar. A la ola misma. Ciertos días el olor a alga se mezclaba con una
cadencia más espesa, entonces yo tenía que apelar a la perversidad — pero era
una perversidad palatina, entendé, un lujo de bulgaróctono, de senescal
rodeado de obediencia nocturna— , para acercar los labios a los suyos, tocar
con la lengua esa ligera llama rosa que titilaba rodeada de sombra, y
después, como hago ahora con vos, le iba apartando muy despacio los muslos,
la tendía un poco de lado y la respiraba interminablemente, sintiendo cómo su
mano, sin que yo se lo pidiera, empezaba a desgajarme de mí mismo como la
llama empieza a arrancar sus topacios de un papel de diario arrugado.
Entonces cesaban los perfumes, maravillosamente cesaban y todo era sabor,
mordedura, jugos esenciales que corrían por la boca, la caída en esa sombra,
the primeval darkness, el cubo de la rueda de los orígenes. Sí, en el
instante de la animalidad más agachada, más cerca de la excreción y sus
aparatos indescriptibles, ahí se dibujan las figuras iniciales y finales, ahí
en la caverna viscosa de tus alivios cotidianos está temblando Aldebarán,
saltan los genes y las constelaciones, todo se resume alfa y omega, coquille,
cunt, concha, con, coño, milenio, Armagedón, terramicina, oh callate, no
empecés allá arriba tus apariencias despreciables, tus fáciles espejos. Qué
silencio tu piel, qué abismos donde ruedan dados de esmeralda, cínifes y
fénices y cráteres...

92

Ahora se daba cuenta de que en los momentos mas altos del deseo no había
sabido meter la cabeza en la cresta de la ola y pasar a través del fragor
fabuloso de la sangre. Querer a la Maga había sido como un rito del que ya no
se esperaba la iluminación; palabras y actos se habían sucedido con una
inventiva monotonía, una danza de tarántulas sobre un piso lunado, una
viscosa y prolongada manipulación de ecos. Y todo el tiempo él había esperado
de esa alegre embriaguez algo como un despertar, un ver mejor lo que lo
circundaba, ya fueran los papeles pintados de los hoteles o las razones de
cualquiera de sus actos, sin querer comprender que limitarse a esperar abolía
toda posibilidad real, como si por adelantado se condenara a un presente
estrecho y nimio. Había pasado de la Maga a Pola en un solo acto, sin ofender
a la Maga ni ofenderse, sin molestarse en acariciar la rosada oreja de Pola
con el nombre excitante de la Maga. Fracasar en Pola era la repetición de
innúmeros fracasos, un juego que se pierde al final pero que ha sido bello
jugar, mientras que de la Maga empezaba a salirse resentido, con una
conciencia de sarro y un pucho oliendo a madrugada en un rincón de la boca.
Por eso llevó a Pola al mismo sitio hotel de la rue Valette, encontraron a la
misma vieja que los saludó comprensivamente, qué otra cosa se podía hacer con
ese sucio tiempo. Seguía oliendo a blando, a sopa, pero habían limpiado la
mancha azul en la alfombra y había sitio para nuevas manchas.
— ¿Por qué aquí? — dijo Pola, sorprendido. Miraba el cobertor amarillo, la
pieza apagada y mohosa, la pantalla de flecos rosa colgando en lo alto.
— Aquí, o en otra parte...
— Si es por una cuestión de dinero, no había más que decirlo, querido.
— Si es por una cuestión de asco, no hay más que mandarse mudar, tesoro.
— No me da asco. Es feo, simplemente. A lo mejor...
Le había sonreído, como si tratara de comprender. A lo mejor... Su mano
encontró la de Oliveira cuando al mismo tiempo se agachaban para levantar el
cobertor. Toda esa tarde él asistió otra vez, una vez más, una de tantas
veces más, testigo irónico y conmovido de su propio cuerpo, a las sorpresas,
los encantos y las decepciones de la ceremonia. Habituado sin saberlo a los
ritmos de la Maga, de pronto un nuevo mar, un diferente oleaje lo arrancaba a
los automatismos, lo confrontaba, parecía denunciar oscuramente su soledad
enredada de simulacros. Encanto y desencanto de pasar de una boca a otra, de
buscar con los ojos cerrados un cuello donde la mano ha dormido recogida, y
sentir que la curva es diferente, una base más espesa, no tendón que se
crispa brevemente con el esfuerzo de incorporarse para besar o morder. Cada
momento de su cuerpo frente a un desencuentro delicioso, tener que alargarse
un poco más, o bajar la cabeza para encontrar la boca que antes estaba ahí
tan cerca, acariciar una cadera más ceñida, incitar a una réplica y no
encontrarla, insistir, distraído, hasta darse cuenta de que todo hay que
inventarlo otra vez, que el código no ha sido estatuido, que las claves y las
cifras van a nacer de nuevo, serán diferentes, responderán a otra cosa. El
peso, el olor, el tono de una risa o de una súplica, los tiempos y las
precipitaciones, nada coincide siendo igual, todo nace de nuevo siendo
inmortal, el amor juega a inventarse, huye de sí mismo para volver en su
espiral sobrecogedora, los senos cantan de otro modo, la boca besa más
profundamente o como de lejos, y en un momento donde antes había como cólera
y angustia es ahora el juego puro, el retozo increíble, o al revés, a la hora
en que antes se caía en el sueno, el balbuceo de dulces cosas tontas, ahora
hay una tensión, algo incomunicado pero presente que exige incorporarse, algo
como una rabia insaciable. Sólo el placer en su aletazo último es el mismo;
antes y después el mundo se ha hecho pedazos y hay que nombrarlo de nuevo,
dedo por dedo, labio por labio, sombra por sombra.
La segunda vez fue en la pieza de Pola, en la rue Dauphine. Si algunas
frases habían podido darle una idea de lo que iba a encontrar, la realidad
fue mucho más allá de lo imaginable. Todo estaba en su lugar y había un lugar
para cada cosa. La historia del arte contemporáneo se inscribía módicamente
en tarjetas postales: un Klee, un Poliakoff, un Picasso (ya con cierta
condescendencia bondadosa), un Manessier y un Fautrier. Clavados
artísticamente, con un buen cálculo de distancias. En pequeña escala ni el
David de la Signoria molesta. Una botella de pernod y otra de coñac. En la
cama un poncho mexicano. Pola tocaba a veces la guitarra, recuerdo de un amor
de altiplanicies. En su pieza se parecía a Michèle Morgan, pero era
resueltamente morocha. Dos estantes de libros incluían el cuarteto
alejandrino de Durreli, muy leído y anotado, traducciones de Dylan Thomas
manchadas de rouge, números de Two Cities, Christiane Rochefort, Blondin,
Sarraute (sin cortar) y algunas NRF. El resto gravitaba en torno a la cama,
donde Pola lloró un rato mientras se acordaba de una amiga suicida (fotos, la
página arrancada a un diario intimo, una flor seca). Después a Oliveira no le
pareció extraño que Pola se mostrara perversa, que fuese la primera en abrir
el camino a las complacencias, que la noche los encontrara como tirados en
una playa donde la arena va cediendo lentamente al agua llena de algas. Fue
la primera vez que la llamó Pola Paris, por jugar, y que a ella le gustó y lo
repitió, y le mordió la boca murmurando Pola París, como si asumiera el
nombre y quisiera merecerlo, polo de París, París de Pola, la luz verdosa del
neón encendiéndose y apagándose contra la cortina de rafia amarilla, Pola
París, Pola París, la ciudad desnuda con el sexo acordado a la palpitación de
la cortina, Pola París, Pola París, cada vez más suya, senos sin sorpresa, la
curva del vientre exactamente recorrida por la caricia, sin el ligero
desconcierto al llegar al límite antes o después, boca ya encontrada y
definida, lengua más pequeña y más aguda, saliva más parca, dientes sin filo,
labios que se abrían para que él le tocara las encías, entrara y recorriera
cada repliegue tibio donde se olía un poco el coñac y el tabaco.

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